ImagenPor inercia, Luz María llegó al pasaje que se encontraba entre las dos estaciones del tren subterráneo, entró por la estación de Pino Suárez a la que se anunciaba como “La librería más grande de Latinoamérica”, lo cual era una fanfarronada ya que en realidad, el pasillo que media aproximadamente medio kilómetro agrupaba pequeñas librerías, todas independientes que correspondían a distintas casas editoriales; pero  Luz  no sabía eso.
Luz María no lo conocía muy bien, había ido solamente cuatro veces con anterioridad, tres con la finalidad de comprar libros de texto para sus hijos y la cuarta para comprarle a su esposo, “El flamante abogado” del que se había divorciado hacia ya seis meses, una actualización de la Ley del Impuesto sobre la renta.
En esa ocasión había ido a comprar un Código Civil para su hija mayor, que, ¡Oh desgracia!, quería estudiar leyes al igual que su padre, cierto, a pesar del divorcio, “algunos vicios nunca morían”, pensó para sí.
No recordaba exactamente cual era el local en el que se encontraba la “librería” que se especializaba en leyes, caminó varios metros mirando los aparadores, Vargas Llosa departía estante con García Marquez, mientras Stephen King (del que había oído hablar) hacia lo propio con Robert Bloch (de quien no había oído hablar). El lugar no era desagradable, otro stand vendía libros para niños, vio el último libro de “Harry Potter” que ya le había comprado a su hijo menor en un Samborns junto a unos cuentos de Walt Disney, “¡Que gran autor era!” pensó, “Haber inventado a Blanca Nieves, a Cenicienta y a la Sirenita él solo”.
También había libros de un tal Roald Dhal junto a un tal Tolkien, libros que en sus portadas mostraban duendes y brujas. “Ya no saben que inventar para los niños” volvió a pensar para sí.

ImagenMás adelante encontró libros de superación personal: “¡Porque lo mando Yo!”, versaba un título, y había otros como: “El éxito más grande del mundo”, “Juventud en éxtasis”, “El Ser Excelente”, “Nuestros amados viajeros”, “Manténgase siempre joven y hermosa” y demás cosas, “Hay libros para todas las personas” pensó al ver este último junto con el de “Las mujeres que aman demasiado”, tal vez los compraría después, porque a fin de cuentas, “Hay que cultivarse”
Luz María continuó caminando por el largo pasillo azorada al ver tantos títulos, ya empezaba a cansarse, llevaba más de la mitad del pasillo recorrido, lo sabía porque a la mitad del pasillo había un auditorio pequeño y una cafetería donde la gente se sentaba a leer sus nuevas adquisiciones mientras tomaba una taza de café o fumaba un cigarrillo.
Algunos metros después entró a una librería pequeña, decorada en madera, era un lugar curioso, desentonaba con las demás librerías decoradas de cristal y luz neón. Esta librería… de hecho no recordaba haberla visto con anterioridad, tal vez era nueva… pero no, ese polvo, y la madera apolillada y las telarañas… esa herrumbre cobriza en la puerta de la entrada, parecía que al menos tendría unos treinta o cuarenta años, era un lugar mucho mayor que ella.
Un hombre viejo, de más de sesenta años atendía en el mostrador, sonriente le preguntó que se le ofrecía.
- Disculpe, ando buscando la librería de libros fiscales…
- La librería de libros… – Dijo mientras sonreía sarcásticamente el dependiente-.
Luz María lo miró entonces con extrañeza, no entendiendo la expresión.
- Esta a cinco locales de aquí señorita.
Sonriendo, Luz María dio las gracias; “Señorita”, le había dicho, todavía se cocía al primer hervor.
Finalmente llegó al local que buscaba, volteó a su derecha para ver que ya solo había unos cuatro locales antes de que empezara la estación Zócalo del metro. Se dirigió a la entrada del local solo para encontrarla cerrada. “Regreso en dies minutos” decía un letrero.
“¿Dies?, ¿qué no se escribía con Z?”, encogió los hombros y se recargó en la pared de enfrente para esperar a que regresara el dependiente, pero tras algunos minutos de espera se empezó a fastidiar, volteó a su lado izquierdo y observó de nuevo la librería “vieja”.
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“Bueno, voy a ver que tiene mientras tanto ese señor tan agradable”
Antes de entrar salió una persona y el anciano observaba con emoción unos viejos libros que le había dejado en el mostrador.
El anciano le volvió a sonreír mientras sostenía un libro forrado en cuero en las manos.
- ¿Encontró lo que buscaba?
- Estaba cerrado…
- Probablemente salió a comer, pero ya regresará.
El anciano se acercó el libro abierto a la nariz y aspiró profundamente. Luz María miró con extrañeza esta acción.
- Perdone – Le dijo el anciano- pero me gusta mucho el olor de los libros, en especial el de los libros viejos.
- ¿Hay alguna diferencia con los nuevos? – Preguntó Luz.
- Claro, claro, un libro con olor a viejo tiene personalidad propia, es como los vinos, ¿sabe?
- ¡Ah sí, como los vinos! – Respondió aliviada al hablar de algo que si conocía, “¡Era tan importante la etiqueta social!”
- Aunque hay libros nuevos que también tienen aroma, la tinta fresca es deliciosa, habla de juventud, es un libro que tendrá personalidad, aunque hay libros nuevos que no huelen a nada.
- ¿De veras?
- Claro, y sin ánimo de ofender, los libros de leyes, esos son libros desechables, cada año se actualizan, y ese papel tan fino en que los imprimen no les permite dar un aroma, no tienen carácter, en un año estarán en la basura, olvidados, por eso no me gustan…
- Pero son útiles.
- Desde luego, son útiles, pero no necesarios, caducan pronto, en cambio, una buena novela, o un ensayo filosófico siempre es útil.
Luz María lo volvió a ver con extrañeza, ” Y si el viejo estaba loco, tal vez no debí entrar  aquí… es tan rara esta librería… y ese gato que no deja de mirarme…”
- Vamos, inténtelo, le gustará – Dijo el viejo extendiéndole el libro abierto -.
Un olor agradable penetró por su nariz, cerró los ojos y al volverlos a abrir vio las cosas de manera diferente, más nítidas, se percató entonces de los libreros, todos los libros eran viejos, y los muebles le parecieron más apolillados, y la librería le olió a lo mismo del libro, no podía negar que era un olor agradable.
- ¿Que clase de librería es esta? – Le preguntó devolviéndole el libro -.
- Es lo que llamamos una “librería de viejo” – Y empezó a reír- aunque mis clientes le dicen “La librería del viejo”
- ¿Y vende toda clase de libros?
- Si, menos de derecho.
- Bueno, voy a ver si ya abrió. Compermiso.
- Cuando guste aquí estoy para servirle.
Luz María salió un poco extrañada, sentía que algo había pasado adentro pero no sabía como explicárselo. El local de los libros de leyes ya estaba abierto, entró y un muchacho de muy mal humor la atendió, le dio el Código Civil y sin saber porqué Luz María se lo llevó a las narices. Era cierto, no olía a nada, lo hojeó y solo había números y columnas perfectamente ordenadas, “Es un libro sin personalidad” pensó.
El dependiente lo miró extrañado pero se limitó a cobrarle.
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Luz María salió entonces de la librería y se dirigió a la estación Zócalo, iba meditabunda, y tras recorrer diez locales se incorporó extrañada, ¿qué no faltaban solamente cinco locales para llegar a la estación?, miró al frente y vio que los locales de libros se extendían hasta donde alcanzaba a ver.
“Que extraño, a lo mejor no me fijé bien hace rato”. Siguió caminando, libros de todos los tamaños y colores asomaban en las vitrinas, percibía el olor mezclado de todos ellos, libros con personalidad y sin ella.
Siguió caminando.
Y siguió caminando
Y no había más gente en los pasillos.
Nada.
Nadie.
Tras lo que pareció un andar de quince minutos descubrió que el pasillo no terminaba.
“¡Demonios, ese lugar no era tan grande!”, según recordaba, “Ya es tarde, Lourdes va  a necesitar el libro y no he preparado aún la comida”
“A lo mejor no me di cuenta y me fui en dirección contraria, ya debo de llegar a la estación de Pino Suárez” Continúo cavilando para sí.
Pero… ¿Porqué no había visto entonces ya la cafetería?
Entró entonces a un local que vendía libros de computación, adentro, una mujer como de su edad (unos treintaytantos años) despachaba a un cliente que al salir del local pareció desaparecer.
- Disculpe Señorita…
- ¿Sí? – Respondió la empleada sonriente, ¡Le habían dicho Señorita!-.
- ¿Falta mucho para llegar al metro?
- No, ya solo de la vuelta en los próximos dos locales y ya está.
- Gracias.
Luz María salió cavilando, “Cierto que pendeja soy, si ya es doblando la…”. Pero en eso recordó que el pasillo era totalmente recto, que no había vueltas, volteó para reclamarle a la dependienta pero se encontró con que el local estaba cerrado y con las luces apagadas. Volteó a su derecha y vio que efectivamente había una vuelta en el pasillo, se dirigió hacia allá solo para ver que el pasillo se prolongaba infinitamente.
Entonces… entonces…. entonces echó a correr desesperada, eso no era posible, y corrió, corrió y corrió y el pasillo no terminaba, corrió hasta que estuvo cansada, se apoyó en una pared y gritó, el empleado de la librería que estaba frente a ella volteó a verla desconcertado, este salió entonces al pasillo para ver si podía auxiliarla.
- ¿Está bien Señorita? – Preguntó amablemente.
- No se, no se – Respondió nerviosa- Solo quiero ir al metro…
- ¿A qué estación quiere ir?
- A Zócalo. O a Pino Suárez, al que sea…
- Zócalo está del otro lado Señorita, pasando la Librería del viejo.
“¡La librería del viejo!, eso, ahí había empezado todo!”, probablemente la había drogado al oler ese libro, pero ahora iba a regresar ¡y ya se las pagaría!
El muchacho entró a su local, Luz María volteó a su lado izquierdo, pero antes de emprender el camino de regreso quiso darle las gracias al muchacho.
Pero al igual que la librería de computación se encontraba cerrada y obscura.
Anonadada Luz María regresó por el pasillo, corrió y corrió, dio vuelta en la curva y siguió corriendo hasta que finalmente encontró la librería del viejo, estaba cerrada, y un letrero versaba: “Salí a comer, regreso en quince minutos”.
Luz María se sentó en el suelo recargada en la puerta de madera y se puso a llorar.
Tras lo que pareció media hora llegó el anciano.
- ¿Señorita, todavía por aquí?
Luz se levantó y lo sujetó violentamente por las solapas de su camisa
- ¡Qué me hizo, qué me hizo!
- ¡Cálmese Señorita!, calma, dígame, ¿qué le pasa?
- ¡U-Usted, me dio a oler su libro, y ahora no puedo salir del pasillo!
- A ver, calma, calma, pasemos a mi negocio.
- ¡No, ahí fue donde empezó todo!
- Por favor, guarde compostura, ¿no ve que la gente la mira?
- ¿Gente?, ¡Pero si solo estamos nosotros, y los dependientes de las librerías!
- Vamos, pase Usted, creo que ya sé cual es el problema, porque debería saber que estamos rodeados de gente.
Luz María titubeó, sin embargo el anciano transmitía una cierta calma y le inspiró confianza. Entraron al local, Luz María hubiera jurado que parecía tener un distinto orden.
El anciano empezó a quitarse su saco pausadamente y empezó a hablar.
- Cuando le dije que vendía todo tipo de libros me refería a eso exactamente, todo tipo de libros, incluso libros que nadie más vende aquí, libros, diría reiterativamente, con personalidad.
Luz María no supo que responder, no sabía que quería decir “reiterativamente”
- El libro, que yo por error le di a oler me lo acababa de dejar el cliente que salió cuando Usted entró. A ver…
El anciano se puso a buscar en el librero que estaba de espaldas al mostrador.
- A ver, a ver, lo acabo de poner por acá, es un libro con mucha personalidad pero sin pies…
Al momento en que dijo eso a Luz le pareció ver de reojo a un par de libros corriendo detrás de ella.
- ¡Bien, aquí está! – Dijo triunfante sacando el libro, hasta ese momento Luz María leyó el título: “Espejo retrovisor” versaba el título.
- ¿Qué quiere decir eso?
Pero el hombre lo abrió y se puso a estudiar y leer las primeras páginas, absorto, murmurando palabras que ella no entendía. Tras unos minutos levantó la vista.
- Bueno – Dijo finalmente- cometí un error al permitirle oler este libro, es un antiguo grimorio que…
Luz lo miraba sin comprender.
- Perdón, usted no es una persona de muchas letras…
Luz agachó la cabeza apenada.
- Este libro es un “Espejo retrovisor”, lo que usted traiga lo refleja y lo exterioriza.
- ¿Cómo?
- Sí, lo que usted sea, lo que usted haga, este libro lo hace realidad y…
-¿Sí?
El anciano se sonrojó, no sabía como decírselo, así que titubeando habló.
- Usted es una persona muy ignorante, y ahora está perdida en el mar del conocimiento.
- ¿Cómo?, ¡Eso no es cierto, yo una vez leí un libro!
“¿Cómo solucionarlo?”. Pensó el anciano, como…
- ¡No entré a su tienda para que me insulte, primero me dice que los libros tienen personalidad y después me dice ignorante cuando lo único que hice fue preguntarle donde encontrar un libro!
…y siguió gritando hasta que se cansó, se salió corriendo por el pasillo dando un portazo y corrió, corrió y corrió.
            Pasaron las horas y el pasillo no terminaba, llegó a observar que los libros y los empleados de los aparadores la saludaban al pasar, finalmente muchos libros con carácter y pies la empezaron a perseguir, recordó entonces un chiste que le habían mandado por internet: “La cultura me persigue, pero yo soy más rápido”.
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            Finalmente, y no supo si por cansancio físico o psicológico, se dejó caer en el suelo, pero los libros ya no la perseguían.
Escuchó entonces unos pasos que venían de lo lejos resonando por el eco.
Era el viejo de la librería que venía con unos libros entre sus brazos.
- Bueno Señorita, ya encontré la solución a su problema – Dijo extendiéndole su mano para ayudarla a levantarse
Luz volteó a verlo con sus ojos llorosos, temerosa tomó su mano y se levantó, frente a ellos estaba la librería del viejo, este abrió la puerta y entró adelante de ella.
Guardó el Espejo retrovisor en el librero correspondiente y de entre los libreros empezó a hurgar.
- ¿Cómo se llama el libro que me dijo que leyó alguna vez?
- “Cañitas”, era sobre un caso de fantasmas en Popotla y…
- Sí, si, lo conozco. ¿Y le gustó?
- Sí, es muy buen libro y…
- Ha.
Y dicho esto sacó un ejemplar de segunda de una edición de bolsillo de las “Narraciones extraordinarias” de Poe.
- Tome – Se lo extendió- le va a gustar
Luz lo vio con extrañeza, ojeo el libro y estuvo tentada para olerlo.
- No se preocupe – Dijo el anciano- no le pasará nada si lo huele.
- ¿Es un libro con personalidad? – Preguntó Luz temerosa
- Mucha.
- ¿Y tengo que…
- Sí, de la primera a la última página.
Luz empezó a salir por la puerta, pero antes el anciano, desde el mostrador se aclaró la garganta.
- ¿Sí?
- Son veinticinco pesos – Dijo el anciano extendiéndole una nota- Salir de la ignorancia cuesta.
Luz revisó en su monedero y le extendió tres monedas de diez (¿dies?) pesos, el anciano sacó una moneda de cinco pesos de cambio y le dio un separador.
- Gracias por su compra – Le dijo- Vuelva pronto.
Y leyendo “La caída de la casa Usher” Luz salió al pasillo, la gente pasaba, algunos se detenían para ver en los aparadores mientras otros seguían de largo. Dos minutos después Luz llegó a la estación Zócalo del metro.
F I N.
17 – XII- 2001